Ella me ofreció un amor anárquico
y a pesar de que yo estaba entrando en fase de moderación -varios indicios me lo indicaban-
acepté
me di íntegro
dentro de mis distantes posibilidades.
La quise convencer
ya magullado, por el frío que era la okupa de su corazón;
aterrado por el exceso de propaganda libertaria en las paredes de su cabaña;
malformado por la falta de tacto
pues el insurreccionalismo no contempla el abrazo como necesidad.
<¡Oh, Claudia Whillem! ¡Yo tenía todo lo que en ti buscaba!>
La quise convencer, sin antes comprender que en esto se le iba la vida
y que a mí me aceptaría bajo el imperio de su normativa anárquica
<así y sólo así>
Yo le hacía florecer los brotes,
le hablaba de las bondades de pagar impuestos de cuando en vez,
y de darse todo el color que fuera necesario
Ella, en plena revolución, jamás me escucharía
Lo sé ahora y no lo supe antes
porque acepté y entré a pata pelá
gocé, aprendí, y a cambio del dolor
le robé un par de tarros de pintura que ella no usaba
Sin vergüenza
porque yo también fui anarquista, y a ella le gustaban los ladrones.
¡Oh, Claude Whilli-em!
Gracias por enseñarme de los oficios, de los cuerpos, de los aros de luz, de la tierra de la calle, de la falta de higiene, de la palabra libre, de los celos reprimidos, del gel de la linaza, de la compra de pasajes en bus, de las bombas atómicas, del amor después del amor, de la falta de tacto, del exceso de marihuana, de la fuerza de voluntad, de las almas hermanas que se encuentran con la sola finalidad de un día separarse, del plátano y la naranja como correlación indeseada, de los cuerpos en pelota como gesto de intimidad, del estar sin estar, del amor sin condición, y de aquello que ya no necesito.