Todo lo que sé, me muestra que nada sé. Me sigo atesorando en la sorpresa de las nubes coloridas y en los vuelos de murciélagos errantes. Me acompaña la música y la melancolía: mis ausencias de este mundo son ahora de incalculable calidad, y si lo escribo es para dar simple testimonio puesto que la belleza hoy yace en mis sentidos, y la avaricia nunca fue conmigo.
Este día lo he ganado porque lo he vivido. Urano de paso le toma la mano a mis secretas raíces. Les invita a danzar en el cambio, les aporta abono, las fertiliza, y yo confío en esa fuerza de cambio intrínsecamente emocional, poderío de agua, tierra y aire. El horizonte se abre eterno, definitivo, sin frontera. Está aquí mismo y ya no hay vuelta atrás.
Queda agradecer a cada muerto de mi felicidad, a cada trozo de madera, a cada piedra arrojada al río y a la mar, a los ejemplos vivientes, a los maremotos y las borracheras sin destino, a la incoherente sabiduría de un alumno en práctica, a los incautos que escuchan, se consuelan y no oyen... a la piedra filosofal que es el corazón humano, a las manos eléctricas, y a los clásicos que con cualquier instrumento suenan bien. Al amor por la vida y sus diversas maneras y estilos, porque nunca deja de mostrarse en real y duradera esencia, a los maestros en consciencia y a los involuntarios, a los que dan la oportunidad aunque no seamos nadie, aunque la vida, lo que sabemos por vida, se cuele por los rincones. Gracias por dejarme ganar, y por no humillarme en la derrota. Por ser piezas del puzzle, y por dejarse erosionar como las rocas de la playa... en ustedes yace la historia de nuestra sabiduría. Sépanse entonces merecedores de todo el amor que en vida reciban, y de cada momento que les salve la existencia.
Yo me quedo aquí, y desde aquí movilizo esta misión de embellecer el mundo, con humildad, la que ustedes me enseñaron, sin expectativa, con la fuerza cordillerana de cada árbol renaciente y de cada niño que sonríe.